El agricultor peruano Agustín Lizárraga llegó al poblado de los Andes Centrales en 1902, nueve años antes que el explorador estadounidense Hiram Bingham, e incluso hay informaciones que sitúan su primera visita en 1894. Así lo constataba una pequeña inscripción a carbón en las piedras de los vestigios que fue borrada con premura por el foráneo para finalmente pasar a la historia como descubridor del monumento precolombino, a pesar del consenso entre investigadores y “vox pópuli” sobre la autoría del hallazgo por el humilde labriego.
Fue precisamente su interés por buscar nuevas tierras de cultivo lo que llevó a Lizárraga a descubrir Machu Picchu el 14 de julio de 1902, dejando constancia de ello en una inscripción en el muro de las Tres Ventanas. Casi una década más tarde, el 24 de julio de 1911, Hiram Bingham halló esta prueba irrefutable de una expedición previa, y la mandó borrar arguyendo razones de conservación. El explorador lo anotó en sus diarios de viaje pero “olvidó” testimoniarlo en su libro La ciudad perdida de las incas publicado en 1948, en el que se presentó ante el mundo como el único descubridor del enclave. Lizárraga, por su parte, intentó regresar al poblado durante la temporada de lluvias, y en su intento de cruzar el río Urubamba para trepar hasta las alturas de Machu Picchu, fue arrastrado por la corriente y su cuerpo desapareció entre las aguas junto al testimonio de su descubrimiento.
Si Agustín Lizárraga no pudo reclamar en vida el reconocimiento que merecía por su proeza, tampoco lo han logrado sus descendientes tras un siglo de reivindicaciones, ya que el “descubridor científico” sigue acaparando la atención mediática a pesar de ser considerado oficialmente como segundo visitante de las ruinas. Como decía Winston Churchill, “la historia la escriben los vencedores”, o en este caso concreto, la borran y reescriben sobre ella.
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